Los anuncios de «jacuzzi», «alto standing» y «videoportero», han pasado a mejor vida y ahora el anzuelo para la venta de los chalés de lujo es la domótica.
«Seis chalets domóticos exclusivos», es lo primero que leo en un gran cartel nada más dejar el aeropuerto. Está lloviendo. La ciudad tiene los colores uniformes y oscuros que recomienda el socialismo y está marrón, gris, negra. Chalés domóticos. Imagino la domótica como persianas que suben y bajan cuando se lo ordenas, llenas de lamas que orientan la luz como quieras y cocinas que se ponen en marcha a distancia y sistemas de temperatura y de seguridad sofisticadísimos. No sé. Mi experiencia me dice que todo al final se complica con los avances. Compré no hace mucho una lavadora de última generación que se estropeó porque le cayó una gota de agua en los mandos. Todavía no lo comprendo: una lavadora que se estropea con el agua. Pero es así: una sola gota de lluvia puede estropearlo todo para siempre. La lluvia tampoco me deja ver si han llegado a Madrid los vencejos, porque se van de la ciudad cuando llueve, buscando los claros del cielo. Al menos veo que, en los jardines, han florecido de blanco las flores compuestas de los castaños de Indias y, en los terraplenes, las amapolas junto a las espigas de antiguos cultivos.
Hay quien imagina que, si hay vida en otros planetas, será domótica, llena de botones y de luces y de acero y de ventanas acristaladas; pero yo creo que, cuando consigamos ver de cerca la vida de otros lugares, será maravillosamente sencilla, distinta pero a la vez muy parecida a estas amapolas que florecen, frágiles y tenaces, junto a los chalés domóticos.